lunes, 9 de febrero de 2009















La ventana de la escalera del departamento de Châteaudun.

La colocation (piso compartido)

Vivir en Europa a veces es una cuestión de sobrevivencia, más aún si vienes de un país en vías de desarrollo o simplemente del tercer mundo. Buscar un piso en Paris implica cumplir una serie de condiciones muy difíciles de obtener cuando eres joven, tus padres viven al otro lado del hemisferio y tu sueldo esta un poco más abajo del mínimo francés.

Las posibilidades por tanto se limitan a que alguien de tu red de contactos te de algún dato de un studio (departamento de un ambiente donde vives hacinado), postules en alguna residencia o busques una colocation.

Las colocations generalmente son la mejor opción si quieres tener más espacio, tener un lugar donde invitar amigos y vivir en un buen barrio por un precio aceptable. Sin embargo, en el mundo de los pisos compartidos se puede encontrar de todo: la colocation “amistosa” donde el ambiente es muy grato y compartes comida, fiestas y quehaceres domésticos; también están la colocation “vive y deja vivir” en la cual tienen reglas, se respetan los espacios y también se logra hacer buenas migas; y por último esta la colocation “individualista” donde hay muchísimas reglas y la amistad es inexistente.

En el tiempo que llevo aquí he vivido en los tres tipos de colocations y cada una de ellas tiene sus cosas buenas y malas. En una de las colocations que viví todo tenía que hacerse en familia, desde comer cenas mexicanas hasta las clases de salsa que uno de ellos hacía. El clima era muy ameno, el departamento era precioso, además me acogieron y me ayudaron mucho en lo que fue mi primera llegada el viejo mundo, sin embargo la vida tan comunitaria terminó incomodándome y partí en busca de mayor independencia y libertad.

La segunda colocation fue mi preferida, pero lamentablemente nada dura para siempre y a veces la convivencia se resquebraja. Al principio todas teníamos nuestro espacio, nuestra salita de estar con un narguile para compartir con mucho tabaco para consumir, las fiestas se repetían y las conversaciones durante los desayunos y almuerzos me enseñaron bastante de los franceses. No obstante, mi fiesta de cumpleaños número 22 y unas manchas de vino en el salón terminaron con la alegría del soleado departamento de Guy Moquet.

Hoy día vivo en una colocation que pasó del segundo tipo al tercero. La convivencia en el departamento de Notre Dame de Lorette con el japonés, la búlgara y la serbia estaba bien, no era una gran convivencia, pero las cosas estaban en orden. Lamentablemente la partida del historiador japonés hizo perder algo del equilibrio comunitario que existía. Del mismo modo, el hecho de que tener que regresar por un mes a mi país terminó por convencerme de que pagarle gratuitamente un mes a una propietaria cascarrabias no vale la pena. Así que mis días en la calle de Châteaudun muy pronto llegarán a su fin.

¿Con qué colocs (compañeros de piso) me encontraré en el futuro? ¿Qué tipo de propietarios serán con los que tendré que lidiar? ¿En que lugar viviré en el futuro?

Todo eso está por verse. Mientras tanto me dedicaré a disfrutar mi barrio, uno de los mejores de Paris.

tiza y pizarrón

Nunca pensé que algún día llegaría a estar durante mañanas completas delante de una sala de clases. Jamás me gustó estar frente a una masa silenciosa, crítica, balbuciente, para anunciar informaciones, exponer disertaciones, o simplemente mirarlos a la cara. En ese entonces sufría de algo similar al pánico escénico que tienen los actores al comenzar una obra de teatro. Me bastaba con los miles de ojos extraños y curiosos que me observaban cuando me subía con una valentía impresionante, al trapecio que colgaba de una de las ramas del Parque Forestal hace años atrás. Ojos que me seguían cuando estando colgada de cabeza, en posición araña o colgando de un pie mientras el otro jugaba con mi flequillo.

Las tres ocasiones en que me enfrenté a un público importante fueron cuando tuve la fallida presentación trapecística en una convención de circo y las siguientes cuando presenté mis dos tesinas de sociología. Con eso pensé que ya había tenido suficiente.

No sabía que después vendría algo peor: las clases en el liceo y el colegio. Nunca pensé que algún día sería profesora en un liceo y que tendría más de 200 alumnos, porque jamás la educación estuvo entre mis planes, sin embargo el día llegó. Tuve que presentarme rápidamente en español aunque mis interlocutores entendieron la mitad de lo que les dije, a causa de mi acento sudamericano y la velocidad con las que salen mis palabras en esa clase situaciones.

Sin embargo, con el paso de los días mis exposiciones se volvieron más lentas y se mezclaron con el francés. Como una ruleta comencé a saltar del español al francés para traducir las frases a mis alumnos, lo que muchas veces puede generar situaciones nefastas si no se controla bien, como fue el caso de una disertación en la universidad donde estuve a punto de brincar de un idioma a otro.

Los meses pasaron y los ojos inquietos que me miraban de los pupitres comenzaron a volverse conocidos y amistosos. Mi voz se volvió más pausada y finalmente le tomé el gusto a la oratoria y la enseñanza.

Descubrí entre esas clases la cantidad de vueltas que puede tener la vida y la cantidad de nacionalidades que puedes encontrar en una sala de clases. Me encontré con alumnos de Filipinas, Laos, Vietnam, Camerún, Mali, Marruecos, Bolivia y Rusia, sólo por nombrar algunos países.

Por sobre todo, me gustó lo que sucede cuando le muestras dimensiones nuevas a un alumno, es como abrir ventanas a lugares donde todo puede acontecer. Además cuando enseñas a jóvenes que descubren el mundo, tú creces también y disfrutas lo espacios, formas y situaciones que antes te parecían cotidianas y sombrías.

América Latina tiene nuevos colores en mi pizarrón y en mis aulas conviven llamas fosforescentes, cóndores con bufanda y la motocicleta del Che, que desde un par de semanas le crecieron alas.