lunes, 9 de febrero de 2009

tiza y pizarrón

Nunca pensé que algún día llegaría a estar durante mañanas completas delante de una sala de clases. Jamás me gustó estar frente a una masa silenciosa, crítica, balbuciente, para anunciar informaciones, exponer disertaciones, o simplemente mirarlos a la cara. En ese entonces sufría de algo similar al pánico escénico que tienen los actores al comenzar una obra de teatro. Me bastaba con los miles de ojos extraños y curiosos que me observaban cuando me subía con una valentía impresionante, al trapecio que colgaba de una de las ramas del Parque Forestal hace años atrás. Ojos que me seguían cuando estando colgada de cabeza, en posición araña o colgando de un pie mientras el otro jugaba con mi flequillo.

Las tres ocasiones en que me enfrenté a un público importante fueron cuando tuve la fallida presentación trapecística en una convención de circo y las siguientes cuando presenté mis dos tesinas de sociología. Con eso pensé que ya había tenido suficiente.

No sabía que después vendría algo peor: las clases en el liceo y el colegio. Nunca pensé que algún día sería profesora en un liceo y que tendría más de 200 alumnos, porque jamás la educación estuvo entre mis planes, sin embargo el día llegó. Tuve que presentarme rápidamente en español aunque mis interlocutores entendieron la mitad de lo que les dije, a causa de mi acento sudamericano y la velocidad con las que salen mis palabras en esa clase situaciones.

Sin embargo, con el paso de los días mis exposiciones se volvieron más lentas y se mezclaron con el francés. Como una ruleta comencé a saltar del español al francés para traducir las frases a mis alumnos, lo que muchas veces puede generar situaciones nefastas si no se controla bien, como fue el caso de una disertación en la universidad donde estuve a punto de brincar de un idioma a otro.

Los meses pasaron y los ojos inquietos que me miraban de los pupitres comenzaron a volverse conocidos y amistosos. Mi voz se volvió más pausada y finalmente le tomé el gusto a la oratoria y la enseñanza.

Descubrí entre esas clases la cantidad de vueltas que puede tener la vida y la cantidad de nacionalidades que puedes encontrar en una sala de clases. Me encontré con alumnos de Filipinas, Laos, Vietnam, Camerún, Mali, Marruecos, Bolivia y Rusia, sólo por nombrar algunos países.

Por sobre todo, me gustó lo que sucede cuando le muestras dimensiones nuevas a un alumno, es como abrir ventanas a lugares donde todo puede acontecer. Además cuando enseñas a jóvenes que descubren el mundo, tú creces también y disfrutas lo espacios, formas y situaciones que antes te parecían cotidianas y sombrías.

América Latina tiene nuevos colores en mi pizarrón y en mis aulas conviven llamas fosforescentes, cóndores con bufanda y la motocicleta del Che, que desde un par de semanas le crecieron alas.

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